Bogotá, D.C., febrero 28 de 2020. Escrito por Jaime Honorio González. @JaimeHonorio. Voy a contarles lo que le sucedió a Ulises Castaño, por andar perdidamente enamorado de Flora Esteban, sabiendo -como bien se sabe- que el amor es mal consejero.
1.
El tipo no sabía contar. Había aprendido de esto y de lo otro, de extrañas lenguas y variados dialectos, de nombres raros y palabras comunes, pero no podía con los números. Algo debió suceder en determinado momento de su vida, una tara, un golpe, un maltrato, quién sabe, por más que lo intentaba no podía desentrañar la verdadera razón por la cual su cerebro no los procesaba.
Las letras sí, los números no. Uno sí, 1 no. Dos sí, 2 no. Tres sí, 3 no. Y así sucesivamente. Había padecido el eterno desespero de no entender lo que para todos era más que normal. Había soportado -estoico- las burlas y las bromas pesadas apenas descubrían su defecto. Había sido muy complicado sobrevivir con eso. Pero, hasta el momento, lo había logrado.
Por fortuna, el buen Ulises no se inclinó por las matemáticas, a pesar de haber sido siempre el más rápido con las tablas de multiplicar, con las sumas, con las fracciones, con los misterios de las integrales y los vericuetos de las derivadas, Baldorcito para su amigos, Doblecero para los matoncitos del salón de clase.
Amaba su apodo, el diminutivo del profesor cubano, y escucharlo le provocaba una gratificante sensación de libertad que lo elevaba algunos pocos centímetros del suelo, al menos así lo sentía. Estaba en capacidad de resolver cada uno de los 5.790 problemas que contiene el manual, sabía de memoria el título de los 39 capítulos en los que estaba dividido el texto. Y sentía una extraña fascinación por el número 14: Operaciones con fracciones.
El Álgebra de Baldor era su libro favorito, lo cuidaba como una quinceañera a su diario y en defensa del mismo había soportado lo indecible. Pero ya habrá tiempo para explicar los reales porqué de las agresiones que aguantó. Ya llegará el momento de poner en su sitio a los incapaces que expiaban sus limitaciones mentales con mofas, menosprecios, golpes y humillaciones, no todas al tiempo, no todas todos los días, no todas siempre, pero sí varias veces, algunas en muy inoportunas ocasiones.
La peor de todas, la tarde en que Flora lo encontró torsidesnudo, atado a un árbol -muy parecido al almendro- que un par de veces al año expedía un particular olor por varios días, desagradable para muchos de los estudiantes de su colegio. Aunque en esa ocasión, eso fue lo de menos, comparado con la vergüenza que sintió los casi sesenta minutos que allí duró.
Ulises rodeaba con sus escuálidas extremidades el delgado tronco de la alfara negra pero no alcanzaba a abrazarlo por completo. Por eso, los aprovechados decidieron amarrarlo de las muñecas con los cordones de sus guayos de fútbol que, además, terminaron en la copa del frondoso, a donde estaba terminantemente prohibido subirse.
No tuvo valor para mirar a los ojos a su heroína, que intentaba desatar los nudos con sus finos dedos y sus blancos dientes, mientras lo miraba de forma tan compasiva y maternal que nadie jamás hubiese imaginado que ese había sido el comienzo de una de las más hermosas y extrañas historias de amor imposible de que se tenga noticia.
Y ahora, tantos años después, sólo bastaba cruzar la calle para ingresar al anunciado reencuentro, las bodas de plata de la promoción, todo este tiempo sin verla, todos estos años sin sentirla, sin poderla mirar a hurtadillas, o -quién sabe- fijamente a los ojos, con decisión, con fortaleza, con madurez, con todo lo que ahora ya tenía y en el colegio no.
Se vio ensimismado mirando la luna en la noche despejada, tratando de identificar en la distancia su cráter de la suerte, el de Al-Juarismi, primero héroe de infancia y después amigo imaginario, con quien sostenía interminables monólogos, un día sobre la selenología, otro podría ser del acné y varios -seguro- sobre la dueña de sus pensamientos, la inalcanzable Flora.
Bajó la cabeza, metió una mano al bolsillo y sacó primero el encendedor y luego el cigarrillo, lo encendió despacio, lo chupó profundo y lo saboreó lento, cuánto disfrutaba fumar, más desde que eran vistos como dinosaurios sociales, le encantaba ver cómo se alejaban de él cuando mostraba la cajetilla, que lo miraran mal, que lo señalaran. Adoraba fumar porque podía estar solo aún en medio de un gentío.
Así que decidió entrar. Cumplió con el registro, notó que algunos de los grandulones de antaño ya se habían inscrito y cuando estaba a punto de decepcionarse nuevamente, fijó su mirada en la casilla donde aparecía el nombre que más amaba leer: ESTEBAN DE LOS ÁNGELES FLORA ISABEL. Y el corazón se aceleró cuando encontró su firma al frente. Es decir, ella ya estaba dentro.
Pero sintió un frío recorrerle el cuerpo porque -al lado de la firma- estaba el número de mesa asignado por la organización. Una grafía que, ya sabemos, no lograba descifrar.
Malditos números arábigos. Si al menos fueran romanos.
Continuará…
Tomado del portal 2palabras.com