Nueva York, capital latina

" Comunidad Hispana, no es sinonimo de Integracion"

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Por Claudio Iván Remeseira

NUEVA YORK.- Cada mañana, cuando salgo de mi casa en el sector oeste del Harlem, hago el mismo recorrido: dos cuadras y media jalonadas por bodegas (almacenes) y tiendas dominicanas, un restaurante oaxaqueño, un puesto de venta ambulante de tamales y la sucursal del Banco Popular (de Puerto Rico).
Antes de sumergirme en la boca del subte ojeo en el newsstand los titulares de los diarios, entre ellos los dos principales matutinos en español (invariablemente sangrientos, o deportivos). Con matices, este cuadro es familiar para todo habitante de Nueva York.
Aquí, en las estribaciones de Washington Heights -el mayor suburbio de Santo Domingo fuera de República Dominicana-, el aire está inevitablemente cargado de olor a bananos fritos y sones de merengue y bachata, mientras que al otro lado del Harlem, pegado a la enorme ciudadela negra, nos sacude la imagen del Barrio portorriqueño, fundiéndose con la creciente invasión mexicana que estalla en alguna esquina con murales multicolores de la Virgen de Guadalupe o el Subcomandante Marcos.
Pero si uno sale de Manhattan y toma el tren hasta Jackson Heights, en Queens, se hallará de pronto en Colombia, o en Ecuador, o en América Central, o incluso en una pequeña ínsula rioplatense en donde los cortes de carne de estilo argentino, los paquetes de Nobleza Gaucha y las bakeries uruguayas nos hacen sentir casi como en casa. Nueva York es la síntesis de América latina, flotando al costado del Atlántico en una mezcla humana de todos los rincones del mundo.

Según el censo del 2000, en esta ciudad viven 2.160.000 personas autodefinidas como hispanas, de las cuales 1.511.000 nacieron en América latina o el Caribe y 1.832.000 hablan español como primera lengua. Son el 26 por ciento de los 8 millones de neoyorquinos (la población total extraoficialmente ronda los 8.400.000).

En muchos sentidos, Nueva York representa mejor que ninguna otra ciudad la creciente latinización del país. De todas las grandes urbes estadounidenses, es la que reúne el mayor número de nacionalidades de América latina, y a diferencia de Los Angeles o Miami, en donde mexicanos y cubanos prevalecen respectivamente sobre el resto, nadie tiene aquí la mayoría absoluta. El grupo dominante, los portorriqueños, representa sólo el 36 por ciento de la población hispana, seguido por dominicanos (18,8 por ciento), mexicanos (8,6%), ecuatorianos (4,7%), colombianos (3,6%) y los provenientes de América Central (4,6 %) y América del Sur (10,9%). (Oficialmente, los argentinos rondan los 10.000, menos del 1 por ciento, aunque otras estimaciones estiran la cifra a 40.000).

Uno de los efectos más reveladores de esta metamorfosis demográfica se observa en el Museo del Barrio. Fundado en 1969 por un grupo de educadores portorriqueños para salvaguardar la tradición cultural de su comunidad (el «Barrio» es el Spanish Harlem, enclave boricua de Manhattan), «El Museo» eligió recientemente por primera vez a un director no portorriqueño, el mexicano Julián Zugazagoitia, y amplió su misión original con el propósito de convertirse en el principal museo latino de los Estados Unidos.

La aspiración de Nueva York al título de capital estadounidense de la cultura latina no es nueva. Fue aquí, a comienzos de los años 70, donde se popularizó la palabra «salsa». Veinte años antes, la fiebre del mambo había intoxicado a las celebridades del momento, cuando Marlon Brando alternaba borracheras y actuaciones épicas bailando cha-cha-chá en el Palladium, y Machito y Dizzy Gillespie se entretenían creando el jazz latino. Y antes había sido el turno de la rumba, del samba, de Carlos Gardel, que pasó aquí la última etapa de su vida filmando para la Paramount y componiendo varios de sus clásicos con Alfredo Le Pera.

En rigor, Nueva York es una de las capitales de la cultura latinoamericana. La mejor prueba es el capítulo escrito por el poeta manchego y profesor de la City University of New York Dionisio Cañas para la monumental Literary Cultures of Latin American: A Comparative History, recientemente publicada por Oxford University Press. La monografía de Cañas es la reseña más sistemática realizada hasta la fecha de autores y artistas de lengua española que residieron aquí en algún momento de su vida.

Por lo menos desde mediados del siglo XIX, enseña Cañas, Nueva York ha tenido un papel clave en el desarrollo de la cultura hispanoamericana. José Martí, que escribió la mayor parte de su obra durante sus 15 años de exilio en esta ciudad (y que, entre otras innovaciones, dio a conocer a Walt Whitman al mundo de habla española con un artículo publicado por LA NACION en 1887), es la figura tutelar de esa trayectoria, que incluye entre otros a los españoles Juan Ramón Jiménez y García Lorca, la chilena Gabriela Mistral, el argentino Manuel Puig y los mexicanos Diego Rivera y José Clemente Orozco.

La barrera invisible

A pesar de la importancia de esa tradición y de los esfuerzos oficiales por celebrar el aporte latino a la ensalada étnica nacional, una pared invisible se levanta entre la cultura hispanoamericana y la anglosajona. En los Estados Unidos, el inglés no es sólo la lengua dominante: es también la marca de pertenencia a lo único que merece ser tomado seriamente en cuenta como cultura.

La gran excepción son los productos (culturales o no) franceses, italianos, alemanes, o tal vez del Asia. Sólo los representantes de estos ámbitos son considerados como pares. Lo español, en cambio, es casi siempre inferior, folklórico, prescindible.

Es sabido que un hispanohablante puede circular por Nueva York sin saber una palabra de inglés. Además de los diarios, la ciudad posee varias estaciones de radio y de televisión en nuestro idioma, como las cadenas Univisión, Telemundo y el canal de noticias local de Time Warner. Estos medios, sin embargo, son consumidos casi exclusivamente por los hispanos de menor nivel educativo; el resto de los neoyorquinos los ignoran.

Pero esta pared de indiferencia también tiene sus fisuras; tal vez la más importante es el cine. A pesar de la proverbial aversión de los norteamericanos a los subtítulos, en los últimos años un puñado de directores hispanos, encabezados por Pedro Almodóvar, logró hacer el crossover hacia un público no latino. Gracias a la media docena de festivales de cine latinoamericano que alberga, Nueva York es una escena privilegiada de este fenómeno. Las argentinas Inés Aslan y Marcela Goglio, directora de prensa y programadora respectivamente del Latinbeat Festival del Lincoln Center, señalan que en las últimas ediciones de esta muestra -la más importante del rubro- hubo un aumento notable de espectadores anglos y de hispanos provenientes de Queens, en donde reside la mayoría de los inmigrantes sudamericanos de clase trabajadora.

¿Latino qué?

No obstante, es temprano para el champán. Los más optimistas dicen que gracias a sus 35 millones de hispanos, Estados Unidos es ya la quinta nación hispanohablante más grande del mundo; la hipérbole es seductora, pero inexacta.

El primer problema surge cuando tratamos de definir a esta población. En los Estados Unidos, «hispano» y «latino» se usan generalmente como sinónimos, aunque «hispano» tiene una connotación más burocrática (lo emplean el censo y muchos formularios oficiales). «Latino/a», en cambio, es el adjetivo preferido cuando se quiere hacer hincapié en la identidad étnica y cultural.

«Latino» fue acuñado por militantes chicanos (descendientes de mexicanos) de California durante la era de los derechos civiles como un término de orgullo étnico. Obvia contracción de «latinoamericano», la palabra adquirió muy pronto una connotación más específica. En principio, Latino es todo estadounidense que desciende de latinoamericanos, que tiene por lengua materna el inglés y por color de piel algún tono de la gama del marrón, y hasta el negro. La mayoría no tiene más contacto con América latina que el que los descendientes de alemanes, italianos o rusos tienen con Europa. En su sentido más amplio, el término engloba también a españoles y brasileños.

Muchos inmigrantes rechazan enfáticamente el membrete, porque consideran que cultural, social y étnicamente ellos tienen muy poco que ver tanto con los latinos de acá como con la masa inmigrante, proveniente en su mayoría de los estratos más pobres de la sociedad latinoamericana. La confusión, sin embargo, es inevitable, no sólo porque el aluvión migratorio borra muchos matices, sino también por la manera en que la sociedad estadounidense asimila a los recién llegados. La mirada de los otros coloca al inmigrante en un casillero preestablecido.

Jim Fernández es un caso típico. «Yo no me defino a mí mismo como Latino: me definen», dice. Nacido y criado en Brooklyn, de madre irlandesa y padre hijo de asturianos, Fernández aprendió español en la escuela; aunque lo habla con una fluidez impecable, su lengua dominante es el inglés. Hoy dirige el Centro Rey Juan Carlos I de la New York University.

En general, los inmigrantes oscilan entre sus comunidades de compatriotas y la integración al mainstream norteamericano. «Su diversidad es tan grande que hablar de comunidad latina es un error -agrega Fernández-. Muchos ni siquiera lamentan la pérdida del español, porque vienen de una vida de miseria en la cual la cultura no tiene relevancia».

Fernández toca un punto crucial, anticipado poéticamente por Rubén Darío hace un siglo: el destino del castellano luego del choque entre el mundo sajón y el latinoamericano. Darío («¿Tantos millones de hombres hablarán en inglés?») pensaba en la amenaza del expansionismo yanqui, pero su pregunta retórica es aplicable hoy a la crisis anímica del inmigrante. «La confluencia de Latinos y latinoamericanos está generando una nueva identidad -concluye Fernández-; en este proceso, los latinoamericanos pierden mucho de lo que traían, pero también ejercen un impacto profundo en la nación estadounidense». En todo caso, la frontera ya no pasa por el río Grande, sino por el Hudson.

Este articulo fue publicado el Domingo 26 de setiembre de 2004 en edición impresa en el diario La Nacion de Buenos Aires,Argentina. Y parece no perder vigencia, hay que tener en cuentas cifras que han variado. Articulo autorizado por su autor.

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