Testimonio: caminar sobre las ruinas de Venezuela

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A group of 80 Venezuelan migrants who arrived in Ecuador, await for buses outside the Venezuelan embassy in Quito, to head to the airport and go back to their country in the framework of President Nicolas Maduro's plan "Return to the homeland" on September 05, 2018. Hundreds of thousands of people have fled an economic collapse in Venezuela that has resulted in food and medicine shortages as well as failing public services. / AFP PHOTO / Cristina VEGA

Por Carmen Andrea Rengifo – Varias gotas de sudor cubrían mi cuerpo, el calor era pegajoso y agobiante, así estaban algunas de las personas que esperaban con desgano pasar hacia la sala de embarque.

El pasaporte, esa libreta tan esquiva y escasa en esta tierra, le servía a muchos para airearse.

El fogaje se escurría entre las lagrimas y el sudor y en medio de ese sentimiento de abandono y tristeza había que lidiar con aquello que nos había empujado hacia afuera; la desidia.

Sin luz, sin aire, sin papel, sin prisa por solucionarlo, así estaba el Aeropuerto Internacional de Caracas, esa mañana.

Hervía el cuerpo y el alma, era la misma sensación térmica de aquella madrugada de 2010 cuando pisé por primera vez Venezuela.

Ocho años atrás, me sorprendió la oscuridad de la ciudad, apagada, opaca, parecía esconderse entre la penumbra. Yo hacia esfuerzos para identificar algunos rasgos en el camino de Maiquetia a Caracas.

Aquel amanecer de julio del 2010 fue el inicio de un recorrido lleno de luz y muchas sombras. Venezuela ya vivía su “revolución” y yo llegaba a ser testigo de primera mano de esa historia.

Pocos días tenía en Venezuela y afronté mi primer proceso de separación, despojarme por temor e indignación del color que había amado toda mi vida, mi color favorito, el de mi equipo de fútbol; el rojo, mi rojo había sido expropiado por los chavistas. Ese fue mi primer duelo.

Me sorprendía la estridencia del venezolano al hablar pero me aterró saberme con frecuencia en una disputa política, me encontré en un país extremadamente dividido, parecía sin reconciliación.

Pensaba y trataba de entender aquello que creí, era un cliché: la polarización, pero rápidamente me di cuenta que era una forma de vida para millones de Venezolanos. Inoculada por una ideología radical.

Conocí hermanos que no se hablaban, padres que no sabían de sus hijos, vecinos que terminaban a golpes, rupturas a sangre y muerte; sufría en silencio y en público por aquella fractura ciudadana, me resultaba dolorosa y cruel.

Los días de los venezolanos eran una batalla constante, se era chavista o se era opositor. Los grises se desvanecían.

Ver esa forma de desprecio hacia quien piensa diferente, fue hacer un nuevo duelo, esta vez, a la tolerancia.

Me sentía confundida, era una descarga de sentimientos sofocantes, yo venía de un país en el que muchas peleas se resolvían a disparos y entendía que nuestra razón era la guerra pero Venezuela no tenía una. Sin embargo la fuerza bruta también se imponía sobre las ideas politicas, de quien pensaba diferente.

Tanto caló en mi aquello que parecía una locura extrema y contagiosa que me fui divorciando de cualquier forma de simpatía y cercanía hacia la política y sobre todo hacia la izquierda. Ese fue otro duelo.

Me fui sometiendo a esa nueva forma de vida; en todo sentido. Fui transformándome, debía insistir y resistir y en ese proceso choqué de frente, mil veces, contra un muro.
Algo que me era desconocido; la censura y el rechazo.

No poder hacer mi trabajo libremente era como vivir una castración diaria. Salir a hacer reporteria se volvió una tarea de supervivencia, insultos gratis y hasta amenazas. Aquello que se veía en la televisión estatal se repetía en las calles. Pensaba y llegué a convencerme de que tenían más derechos los delincuentes que los periodistas.

Ví cómo muchos colegas se fueron amoldando a alguna forma de silencio, otros dejaron de contar lo qué pasa por temor a ser botados.

Pero muchos se apropiaron de los pequeños espacios que iban quedando y con las uñas arañaron lo poco que había de libertad, para informar.

La opacidad no era exclusiva de las calles, también empezaba a tomarse con fuerza los medios de comunicación. Comprados, vendidos, cerrados, censurados, amenazados. Viví un nuevo duelo, esta vez íbamos perdiendo la verdad.

Éramos tan pocos con tanto por contar que me perdía en la maraña informativa diaria; mucha de ella se emitía con fuerte dosis de resentimiento y veneno. La propaganda oficial. Me sentí viviendo en una de las páginas de 1984.

Mi cuerpo empezaba a resentirlo y lo sufrió con toda la saña la noche en que las sombras rompieron mi cabeza y quebraron mi voluntad.

La sangre derramada sobre mi frente, la furia de esos golpes, los gritos, el tumulto, los disparos y una huella profunda de dolor, casi imborrable.

Fue un milagro salir viva, así lo reconocí pero aquella noche en que anunciaron la muerte de Chavez, y que fui víctima de esa golpiza, algo dentro de mi también murió, fue hacerle el duelo a la sensatez. El rojo se convertiría en el color del horror.

En adelante todo pareció precipitarse, como un avión en picada, como un edificio construido sin bases, como una plaga que arrasa con todo, la oscuridad creció, se multiplicó y nos cubrió.

No hay forma de contar el día a día de Venezuela sin que te rebase, el diario de mi cabeza se venció ante tanto dolor, desidia, cinismo y abandono.

Un día, aquello que veíamos desde el interior y que se nos antojaba lejano, a todos los periodistas asentados en Caracas, nos llegó; como una nube negra, imposible de removerla.

Las colas, el llanto, la censura, la represión, las protestas, los saqueos, los robos, los secuestros, las detenciones, las torturas, las muertes, la escasez, el hambre, el racionamiento de agua, luz e internet, la basura, la xenofobia, el exilio, la migración, se cuentan, se leen y se acaba el aire.

Si, se acaba el aire y la respiración se contiene, es ese mismo aire que se le ha acabado a tantos ciudadanos, miles perdidos en la injusticia, parecen sólo estadísticas o números pero son más que eso, son vidas, son familias, son la historia de Venezuela.

Una larga, interminable y abrumadora lista de situaciones y hechos que cubren a un país, en ruinas.

Es como si el tiempo y el oprobio se hubieran detenido sobre Venezuela.

Es como si la vida misma no tuviera sentido para los verdugos, es como si hubieran anulado de facto al bravo pueblo, es como si lo peor del ser humano, hubiera decidido aparecer para castigar a todos. Un duelo con la misma humanidad.

Contar todas estas situaciones que han sumergido al país en cenizas, es como entrar en una historia desgarradora sin salida, ni retorno.

Con los años iba desconociendo esa Venezuela del 2010, que ya para entonces, estaba en la penumbra.

Me perdía en el dolor y la tragedia, es como una daga que atraviesa el corazón y llega hasta el alma.

Carmen

Me fui reconociendo en medio de la crisis, se me asemejaba a un mar inmenso de agonía. Empezar a diario a relatar tanta oscuridad laceraba la psiquis y el espíritu y en medio de tanto dolor aprendí a ser más afable y me fui despojando de aquello que alguna vez había querido atrapar; mis deseos más banales.

Los duelos se iban sobrepasando uno a otro. Dolía ver a una mujer hacer largas horas de cola para comprar algo de comida, dolía ver a otra mostrar las huellas del hambre en cada uno de sus huesos, dolía ver a una abuela clamar en las farmacias por un medicamento para ganarle la pelea a la muerte, dolía ver a algún hombre que se peleaba con los perros en la basura por las sobras, dolía ver a los niños que se desvanecían en la calles y las escuelas porque solo habían comido mango y a cientos de bebés forrados en los huesos endebles, débiles muriendo por desnutrición.

Los duelos se iban sobrepasando con los meses y días. Dolía ver al enfermo al quien, la falta de diálisis le restaba segundos de vida y luego lo extinguía, al que la inseguridad le había cercenado el deseo de vivir, al que salió a protestar y jamás volvió a casa, al que salió a protestar y terminó preso, al que salió a defender al que protestaba y terminó torturado, al que salió a quejarse y tuvo que asilarse, al que salió a cubrir la protesta y terminó cubierto de gas y golpeado, al que se fue dejando todo acusado de ser opositor, al que se fue dejando todo acusado de ser colombiano bachaquero, ladrón. Al que se fue dejando todo acosado por el hambre, al que se fue acosado por la escasez y la inflación.

Al que fue empujado a caminar bajo la lluvia y el sol con su familia por carreteras desconocidas, al que se fue dejando a sus hijos, a sus padres, al que se fue dejando sus ahorros y años de trabajo.

Al que no logró irse y prefirió morirse, al que se fue y también murió, al que se fue y tuvo que volver, al que no se fue pero está ausente, al que se quedó esperando el cambio y murió, al que no esperaba nada y también murió, al que ni siquiera logró crecer, al que ni siquiera logró nacer.

Los duelos se iban sobrepasando, pesaban más y cada día el desastre se pronuncia sobre millones de historias, parecen números pero no lo son, son vidas, o no son vidas ? son muertos o no son muertos ? son familias y con cada uno, que se va, se van los suyos, los de los otros, los ajenos, los nuestros. Se va muriendo la patria.

Caminar entre los escombros, una tormenta que no cesa, que cubre la vida y la muerte misma, a veces simplemente no se sabe si hay vida, muchos hoy en Venezuela están muertos en vida.

El derrumbe se pronunciaba con fuerza sobre la mayoría y mientras tanto quienes ostentan el poder se muestran más y más inhumanos, más y más cínicos, más y más soberbios.

La caída no parece llegar para todos, lo que queda se van desmoronando, las cenizas cubren a los que un día soñaron con un mejor país y lo construyeron.

No hay forma de contarlo ni vivirlo sin que no arda en el estómago, sin que no duela en el pecho, sin que no broten las lagrimas, sin que no se enferme el cuerpo.

Es la decadencia y la agonia de un país que desde niña, veía como un sueño, fue vivir parte de la historia más triste, hasta ahora.

Caminar por la amada y tan golpeada Venezuela, contar y vivir el hundimiento, reconocer que a veces la oscuridad es superior a la luz y la crueldad, es el infierno que nos hacen vivir los opresores, en la tierra.

Abandonar aquella historia me rompió el corazón, siempre, siempre guardaba la esperanza de que contaría una mejor versión de mi estadía en Venezuela y claro, el final de tanto dolor.

Hoy solo tengo tristeza por la separación, aunque desde hace varios años la realidad me abofeteaba con uno y otro duelo.

Aprendí a vivir con las despedidas y a hacerle duelo a cada amistad que la dictadura me iba arrebatando.

Se fueron tantos que creí quedarme sola, sin embargo hoy sé que aún quedan tantos, solo espero que esos tantos logren ver y contarme lo que yo no alcancé.

Entre el agobiante calor en la sala de espera en Maiquetia para salir de Venezuela, recordaba la noche en la que llegué a Caracas, la oscuridad que encontré, ocho años después la oscuridad no era solo el color de la noche también el color de todo un país eclipsado por sus gobernantes y dominantes.

El duelo es por todo, vivo mi duelo por tener que irme del país en el que renací, duelo por la impotencia de no saberlo mejor en el corto plazo, duelo por tener que dejar a mi familia escogida, duelo porque muy a mi pesar, debía contar esta visión sobre, el hundimiento, del que fue mi hogar durante 8 años.

Al salir alguien me dijo una frase que jamás olvidaré; porque es verdad: “yo siento como si tú también estuvieras emigrando del país, porque yo te siento venezolana”.

Y si; Yo soy venezolana y también lamento mi partida.

Duele la patria encadenada y oscura.

 

Sobre la autora Carmen Andrea Rengifo

Periodista, ex corresponsal en Venezuela de la cadena colombiana RCN TV. Ex presidenta de la Asociación de la Prensa Extranjera (Apex). Tras ocho años radicada en Caracas, en los que cubrió los años más turbulentos de la llamada revolución bolivariana y el colapso económico y social de este empobrecido país petrolero, se despide con este emotivo artículo especial para El Estímulo 

 

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