Gustavo Dudamel y la Sinfónica Simón Bolívar nuevamente en Bogotá

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Foto: Teatro Julio Mario Santo Domingo

“Busco una mujer de cierta edad. No deseo ninguna pasión violenta…”. A veces, se estremece pensando en la bella desconocida, en sus corsés, en sus pinzas de cabello, en su voz –—que será seguramente chillona—, en su deseo de conocer el mundo. Pero eso no es nada. ¡Todo se arreglará! Nada puede ser peor que lo que es ahora. Sólo debe no ser demasiado joven ni demasiado bella y, sobre todo, no demasiado ardiente… Cerca de ella, ya no habrá más miedo y eso es lo que debe contar. Viéndolo, la gente dirá: “¡Miren a ese hombre! Es un hombre conveniente, un hombre casado, un hombre como los otros, nada le podemos reprochar”. Incluso se dirá: “Es un padre de familia, no es ningún criminal ni un enfermo o un pervertido. Sí, ¡será un hombre como los otros!”.

Tchaikovsky, historie d´une vie solitaire, Nina Berberova (1948).

Estamos por entrar a 1877. Año de la 4.ª Sinfonía de Tchaikovsky, compuesta a sus 37 años y de su ballet El lago de los cisnes. También de una boda por pura conveniencia que no sería sino su desdicha. Esto, en una Rusia que lleva siglos construyendo una imagen de sí misma como un imperio. Con lo que ello significa: grandeza, certeza, poder, ambición, fuerza y la paradójica rudeza de quien es capaz de sobrevivir esas heladas tierras siberianas o de resistencia por haber cargado millones de ladrillos, y muertos, para construir el sueño de Pedro El Grande, tener una ciudad propia, hecha a su medida: San Petersburgo. A Rusia la han contado, la han descrito Pushkin y Tolstoi, y Dostoviesky y Gogol. Es el turno de los compositores.

Glinka recogió los aires folklóricos y los llevó a las partituras. Los Cinco, también conocidos como La Kutchka —Balákirev, Cuí, Músorgsky, Rimsky-Kórsakov y Borodín—, tomaron su legado para definir lo que para ellos era su país, ese sueño de los zares. Plasmaron a qué sonaba Rusia: sus pueblos, su campo, su gente. Y su inmensidad. Sólo por ese tamaño enorme, nada podía ser pequeño y los sonidos son intencionadamente épicos. Permitieron, además, recorrer sus muchas culturas; ese legado ortodoxo, islámico, budista y judaico, del que están compuestas sus raíces. Pocos podían creer que, después de esto, algo más se pudiera hacer por la música rusa romántica.

Pero algo venía pasando. Algo que era distinto. Que sonaba distinto.

La música de Piotr Ilich Tchaikovsky empezaba a llenar los oídos de su país. Y muchos se reconocían allí, ya no porque les describían estepas o bailes como el trepak, pero sí porque les susurraban desolación y desamor y soledad y vacío y hielo en el país de niebla. Sonaba a melancolía y de eso sí que conocían los rusos, lejanos al deseo de grandeza de los zares, que los aplastaban.

“Y quizá, cuando la vida sea demasiado insoportable, ella sabría encontrar las palabras que lo aquietaran, le tomaría la mano, como lo haría un amigo muy cercano y consagrado. Esta vida no puede continuar. Diez veces al día llora. Tiene miedo, ¡nadie sabe cuánto miedo tiene!”.

Tchaikovsky, historie d´une vie solitaire, Nina Berberova (1948).

“En Francesca da Rimini (1876) se refleja la destreza de ese amor que no tiene un objeto definido, que se dirigía a todos aquellos que poblaban sus sueños apasionados, esa tempestad infernal de deseos que lo llevaban a su propia tormenta. Con frecuencia le decían que él sabía, como nadie, hablar del amor en su música, y comenzaba a creérselo. ¿Por qué sucedía esto? Él, que no había conocido jamás la plenitud del amor, ni la dicha compartida, transmitía, con una fuga salvaje, en Romeo y Julieta, obertura-fantasía (1869), sus romances y ahora, en Francesca, su desespero amoroso. Y la gente, la gente cualquiera, la gente satisfecha con su vida, sentía un placer infinito al escuchar su música, en la cual, ninguno estaría jamás así de desesperado o estremecido; él respondía a su manera con lo que había de más bello, de más misterioso en el mundo y que no conocía”.

Tchaikovsky, historie d´une vie solitaire, Nina Berberova (1948).

Lograba Tchaikovsky hablar ya no de temas enormes como un país, como la identidad nacional, sino que, como huella del artista moderno, hablaba de sí mismo, de su intimidad. De sus carencias. Del hueco que significó que su madre, como solía hacerse con la exigente educación de los rusos de ese entonces, lo dejara en un internado a sus 8 años, haciéndolo colgarse de la llanta de su carruaje ahogado en lágrimas. Haciendo de ese niño un niño sin infancia, sin afecto, solitario, confundido, inseguro y desangelado. De poco le servía en ese instante saber fluidamente alemán y francés, pues el abandono no podría expresarlo sino, muchos años después, en partituras.

A diferencia de tantos genios de los cuales se supo luego que habían nacido componiendo o pintando, o escribiendo, el joven Tchaikovsky creció en medio de la más castrante orfandad. Sólo el silencio acompañaba su cabeza atormentada. Lo que se esperaba de él era que ocupara la dignidad del funcionario y para ello se entrenó en una vida gris en la que pasara desapercibido. En 1859, a sus 19 años, se iniciaba en esas lides, que solo durarían tres años. Porque la música apareció a sus 21 y, aunque sus maestros veían en él oro en polvo, la falta de confianza en sí mismo le impidió renunciar sino hasta tener la certeza de que podría vivir de ella.

Pero no fue fácil. La Kutchka era lo único que valía para el universo musical ruso y transgredir sus límites era prácticamente una blasfemia. Recibió una violenta crítica de Eduard Hanslick sobre lo que veía en su música: “(…) Vemos una gran cantidad de caras burdas y soeces, escuchar insultos groseros y oler el aliento a alcohol. Durante una discusión sobre ilustraciones obscenas, Friedrich Vischer una vez sostuvo que había pinturas cuyo hedor uno podía incluso ver. El Concierto para violín de Tchaikovski nos enfrenta por primera vez con la espantosa idea de que puede haber composiciones musicales cuyo tufo hediondo uno puede escuchar”.

Comentario que, si ofensivo, es contradictoriamente maravilloso. Tener la capacidad de construir una atmósfera tan precisa, tan visible, tan emocional, incluso hasta el hastío, es claramente la señal de una capacidad excepcional para hacer sentir. Y eso era lo que hacía Tchaikovsky. Podía oír hasta el infinito a su preferido, Mozart. Y saber que algo grande estaba pasando, como cuando en Baviera oyó el Oro del Rin, de Wagner, de su Anillo del Nibelungo, y vio lo que el resto de críticos rusos no, enormidad, un estilo propio. Obsesionado con la intención de sus composiciones, podía retocar la partitura de una sinfonía hasta por una década. La música atropellaba su cabeza y no le era necesario tocar al piano para hacerla salir; la escribía sin freno, la oía salir de sus dedos. Solo así podía expresar la contención de sus deseos y sus más profundos miedos y fantasmas sobre la impertinencia del amor.

Encerrado en sí mismo, leyéndolo todo y asistiendo al teatro todas las semanas, contó, sin embargo, con una voz que le dio todo y no le exigió nada a cambio, excepto la belleza de su música. La única mujer que no buscaba de él sino la expresión plena de sus sentimientos, la condesa Nadzheda von Meck, su mecenas. Con ella estableció una profundísima relación epistolar, de 1877 a 1890 —ella nunca le permitió que se conocieran—, en la cual ambos expresaban su desasosiego y la distante alegría de contar el uno con el otro. “Le diré solamente que estos sentimientos, aunque abstractos, me son muy queridos, porque son los mejores, los más puros de todos cuantos pueden existir en el hombre. Es por eso, Piotr Ilich, que me puede calificar de fantasiosa e incluso de extravagante, pero no puede burlarse de mí, pues todo esto podría ser hasta risible si no fuera así de sincero y profundo”.

Él, a su vez, sentía que con ella y a ella podía narrarle su mundo insatisfecho. “Es el destino, esa fuerza fatal que está siempre suspendida encima de nuestra cabeza como una espada de Damocles y envenena inexorable y constantemente nuestra alma —describía él lo que le había inspirado la 4ª sinfonía. Solo queda resignarse a una tristeza sin salida. Este sentimiento de ausencia de alegría y de esperanza se hace cada vez más abrasador. ¿No es mejor volver la espalda a la realidad y entregarse al sueño? ¡Oh alegría! Al menos hemos visto aparecer un sueño lleno de dulzura y de ternura, ese vals. El obsesionante primer tema del allegro se oye ahora a lo lejos. Pero los sueños han invadido poco a poco toda el alma. Todo lo que era sombrío y triste se ha olvidado. Todo era felicidad, pero ¡solo eran sueños y el destino nos despierta!”.

Tchaikovsky murió a los 53 años, en 1893. Algunos dicen que fue por la cólera, muchos otros insisten en que fue un suicidio. Pasaron tan solo nueve días de su gran despedida, su 6ª Sinfonía, el cierre de la trilogía que deshilvanó el tejido de la irreversibilidad del destino. Su retrato muestra a un anciano de barbas blancas, hombros caídos y ojos tristes. Que lo dijo todo con su música. La belleza que, de otra forma, no pudo ser. Y fue su manera de hacerse inmortal.

 

 

* Teatropedia es un proyecto educativo del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. Más en www.teatromayor.org.

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